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ISSN 1989-4163

NUMERO 71 - MARZO 2016

Motivos para Matar

Jesús Zomeño

 

     

A Joaquín Lloréns y a Inés Matute

 

            En este puesto de centinela, me ha dicho el sargento Boulanger que imagine a mis enemigos en su aspecto más oscuro, que me concentre en detestarlos, porque eso me mantendrá despierto y terminaré odiándolos tanto que no dudaré en matarlos con gana cuando lleguen.

            -Es sencillo -me dijo-, basta pensar que uno cualquier agarra a tu madre del brazo y la arrastra para desnudarla y violarla, metiéndola en una casa por la fuerza.

            Pero no he conocido a mi madre y le pregunté si podía fingir que, en vez de ser el hijo, yo era el dueño de la casa a la que entran por la fuerza.

            -No es lo mismo –contestó-, no es honesto que alguien odie a otra persona por una cuestión de patrimonio, yo soy anarquista y no admito ese motivo. La propiedad privada es el origen de todas las injusticias. Acepto la venganza por sangre, pero no por riqueza. Sin embargo, bastaría que entonces supusieras que cuando el soldado alemán abre la puerta de una patada, un amigo tuyo intenta defender a la mujer y el soldado lo mata.

            Yo no he tenido muchos amigos y ninguno con casa propia, salvo Lejeune que heredó de su abuela un cuarto en el patio trasero de una lavandería del barrio de la Roquette. Si acaso, podría situar a Lejeune en su casa, comiendo un poco de pan y queso, pero seguro que él saldría corriendo si de pronto alguien tira abajo la puerta. Tampoco se me escapa que los alemanes están sufriendo tanto ayuno que el soldado soltaría a la mujer para comerse el pan y el queso que hubiera dejado Lejeune en su huída. ¿Puedo odiar a un hombre solo por el hecho de que tenga hambre? No, creo que no. Además, ni siquiera había imaginado antes que mi amigo estuviera bebiendo vino, por lo que el soldado hambriento tendría que tragar con la garganta seca. Esa imagen es más digna de compasión que de rechazo.

            Lo cierto es que los únicos hombres capaces de reaccionar y enfrentarse ante alguien que irrumpa en su casa, serían aquellos camorristas que tantas humillaciones me procuraron en el orfanato. Es cierto, casi me pondría de parte del soldado que, sin quererlo, entra en un lugar donde lo rechazan.

De todas formas, no quise contarle mi vida al sargento Boulanger, pero le hice notar que si el hombre escucha los gritos de la mujer en la calle y no interviene hasta que derriban la puerta de su casa, es porque defiende su propiedad y no a la mujer.

-Pues eso tampoco lo considero decente... Tal vez, para concentrar tu odio en un punto, baste figurarte que tienes un hijo y lo mata ese alemán, disparando a la cuna donde duerme...

Es terrible lo que tengo que imaginar, pero ya le advierto que me he criado en un orfanato, porque mi madre enfermó de tifus y solo me tuvo porque ella estaba demasiado enferma como para abortar, y que por eso nunca tendré hijos, porque sé que niños sobran en todos los orfanatos que he conocido.

-Pues supón que matan a uno de esos niños del orfanato...

-Ya he dicho que si matan a uno, quedarán muchos más. He conocido dormitorios con cincuenta niños durmiendo en camas juntas, donde la tos de uno se contagiaba a todos los demás y donde el reparto de las camas se hacía por edades, de modo que siempre los mayores dormían más cerca de la estufa, porque eran los más fuertes para luchar por ello –le expliqué-. Sargento, quizá deba entender que en mi vida mantengo pocas querencias y no creo que a mi edad pueda empezar a ser feliz... Póngame otros ejemplos, si quiere que odie a los alemanes.

El sargento Boulanger se desconcierta, porque da por supuesto que nosotros somos gente honesta y que luchamos solo por cuestiones morales.

-Cuando salí del orfanato, trabajé con un fontanero instalando tuberías de plomo en las casas. Yo era quien abría las zanjas en la pared, Monsieur Pierre Arnaud solo medía la zanja y soldaba un trozo de tubo a otro trozo de tubo hasta igualarlos a la medida de la longitud de la pared, luego ensamblaba un extremo con la cañería de suministro que subía por la fachada de la calle y en el otro extremo instalaba un grifo. Mi trabajo había que hacerlo con cuidado, para romper lo mínimo, porque si no el jefe se quejaba de que gastaba demasiado en yeso para tapar la tubería instalada. Tampoco podía hacer la zanja demasiado estrecha, porque el tubo de plomo se aplastaba al encajarlo con la fuerza de un martillo y eso retenía el paso del agua. Es cierto, no me faltaban motivos para odiarlo. Cuando me reclutaron, no me quiso pagar lo que llevaba trabajado de mes, porque quería asegurarse de que volviese al trabajo cuando terminara la guerra. Quizá ahora se me permita imaginar que los alemanes sean todos hermanos de Monsieur Pierre Arnaud y que se dedican a instalar tuberías de plomo con aprendices a los que tratan arbitrariamente y con desprecio... así los mataría a todos con gusto.

Pero eso al sargento no le pareció legítimo, porque no se puede sostener que el odio a ciudadanos franceses sea el motivo de querer matar a los alemanes. Sería un contrasentido, incluso le pareció un argumento que fomentaba la deserción, pero no se atrevió a delatarme porque él mismo se había comprometido al manifestar que la defensa del patrimonio no era motivo suficiente para defenderse de los invasores.

Entonces, haciendo un pacto consigo mismo, el sargento Boulanger me propuso imaginar que las tuberías las fabricaban empresas alemanas y que eran ellos los que a cada tubo le daban un calibre variable a propósito para que nunca se ajustaran en las zanjas que yo abría. Por eso, a veces la cañería era demasiado estrecha y había que gastar mucho yeso para cubrirla, de lo que los alemanes se reían; y otras veces la fabricaban demasiado ancha para que la metiéramos a golpes hasta chafarla y estrangular el paso del agua o que se rompiera y tuviera escapes, así los malditos boches conseguían que el cliente no nos pagara por la instalación.

-Si, creo que ese motivo me bastará para matar a los alemanes, sargento. Gracias.

Me concentré en lo mío, atento a cualquier susurro en la trinchera de enfrente, pero escuché al sargento cuando se cruzó con alguien.

-¿De dónde viene, Boulanger?

-De inventarme una guerra.

 

 

 

 

Miracoloso

Ilustración: Miracoloso

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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